miércoles, 29 de septiembre de 2010

1


Ruido de motor, el viejo cassette empieza a reproducir una cinta casera.
Yo no soy el hombre. Te dije una vez frente a la costa. En esa ocasión nos despedíamos y tú te abrazaste fuerte a mí y dijiste, lo serás. Luego caminamos unos pasos hasta alcanzar mi moto y me dijiste sonriendo: un último abrazo y lo serás. Supe entonces que no me iba muy lejos, ni por mucho tiempo. A las dos semanas volví a buscarte. Recorrimos muchos kilómetros atados el uno al otro. Tú te agarrabas tan fuerte que a veces podía sentirte tan dentro como mis pensamientos. Un día te dejé escoger la ruta y me llevaste a un pueblo del sur. Paramos en una gasolinera, bajaste y te dirigiste al tipo de detrás del mostrador. Yo os miraba por el cristal desde fuera. El tipo parecía sorprendido, soltó lo que llevaba en las manos y corrió a abrazarte. Hablabais como dos niños, el te cogía la cara y te miraba de arriba a abajo. Cuando saliste lucias la sonrisa más bonita que jamás he visto, tenías el pelo revuelto y cierto aire infantil. Me enseñaste un racimo de llaves y guiñaste un ojo. Te voy a llevar al paraíso, pequeño. Cuando quitamos la lona a este cacharro tú saltabas de alegría. Gritabas: Podremos llevar equipaje y mirarnos a los ojos en las curvas! Monta y verás lo que este viejo Dodge es capaz de hacer. Así empezamos nuestro viaje. Tú comprabas cintas de música en cada sitio donde parábamos y te las aprendías de memoria. A los pocos días, aún estábamos cerca del pueblo, viste un perro tumbado en la cuneta, cerca de una parada de autobuses, paraste y te acercaste cantando. Yo no daba crédito. Le cantabas una vieja canción mirándole a los ojos desde lejos, entonces él se levantó y comenzó a moverse a tu alrededor. Era un disparate de baile en medio de ninguna parte. Volviste al coche, te sentaste en el lado del copiloto y miraste atrás sacudiendo tu mano de un lado a otro despidiéndote de él. Te salía medio cuerpo por el agujero de la ventanilla. Volviste dentro riéndote tanto que tardaste más de cinco minutos en recuperar el aliento y aún así continuabas tarareando esa canción. Luego me miraste muy seria y me dijiste: No volveremos por aquí, tendremos que crear nuestro propio paraíso, tendremos que encontrarlo. Yo volví tiempo después a aquella tierra, es necesario que lo sepas.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

VI

Llevo aproximadamente dos horas dando vueltas. Me ha cerrado con llave sin darme ninguna explicación. No entiendo nada. Comienzan a arderme las sienes. No hago más que preguntarme cosas que no puedo responder. Por la rabia he dado una patada a la caja de paraguas. He estado mirándolos un rato, son todos distintos. La situación es desesperante. En la habitación no hay nada con qué entretenerse. También me he tendido un rato en la cama a ver si así lograba relajarme, pero la situación ha sido tan surrealista e incómoda que me ha dejado un estado de nervios insoportable. He tratado de elucubrar durante un buen rato acerca del tipo de relación que puedo mantener con ese tipo. Es posible que me tenga retenida o secuestrada, sin embargo algo en él me es tremendamente familiar. He imaginado después todo lo que le preguntaré en cuanto vuelva, tendrá que darme muchas explicaciones. También me he imaginado torturándole, haciéndole sufrir. Sería inútil cualquier acción violenta contra él, dado su tamaño y el mío. Ahora que lo pienso hay algo que sí puedo hacer. Me acerco a las mesillas, abro los cajones esperando encontrar algo que me sirva para lo que planeo. No hay nada, ni siquiera papel y lápiz. Voy al baño, allí tampoco encuentro nada, sólo las toallas usadas y unos botes pequeños de gel y champú. Me giro, miro y busco en todas las direcciones algo con lo que llevar a cabo mi plan. Parece que alguien se ha esforzado mucho en no dejar ningún objeto metálico y punzante a la vista. Ni siquiera un kit de costura propio de la gratitud hotelera. Me fijo en el suelo. En un rincón tapado por casi un rollo entero de papel higiénico está el maldito cacharro que estampé contra la bañera. Sólo recordarlo hace que me suba un escalofrío desde los talones hasta la nuca. Quizá esa sea la única solución, desmontarlo y ver si alguna pieza me sirve para abrir el candado. Me da grima e incluso miedo tenerlo entre mis manos, más aún trastear con él o destriparlo, pero dada la situación prefiero eso antes que estar de brazos cruzados quién sabe cuánto tiempo. Para que no sea tan desagradable quito la funda a una de las almohadas y lo meto ahí como si fuera un saco. Luego con toda la fuerza de que dispongo le doy varios golpes contra el suelo del baño. Creí que tardaría más en romperse. Una vez los añicos suenan como cascabeles me dirijo a la habitación. Pongo la bolsa de deporte encima de la cama. Abro cuidadosamente la funda que esconde los trocitos del endemoniado aparato. Intento no mirar, con la mano hurgo en la funda a ver si consigo encontrar algo que me sirva para abrir el candado de la bolsa. Los trozos son demasiado pequeños. Aún así lo intento con alguno de ellos. Nada, no se abre. Mi cabreo aumenta. Zarandeo la bolsa como si fuera un pelele. Entonces me doy cuenta: No le debo nada a ese tipo, si ha sido capaz de encerrarme y tratarme de tan malos modos no tengo porqué ser yo amable o remilgada en mis propósitos.

jueves, 9 de septiembre de 2010

V

Las vistas desde aquí son desconcertantes. Mires donde mires no ves absolutamente nada. Te percatas de todo el sentido que encierra. Nada. Si esa palabra nació en algún sitio debe ser, sin duda, éste. Sin embargo la terraza es un vergel. El cielo se ha vuelto morado, violeta. Estoy algo mareada. Me siento en una hamaca dispuesta entre dos columnas extrañas. El vaivén me deja adormilada. Sigo en el mismo lugar pero parece muy distinto, hay gente celebrando. Se oye risas y jaleo. Una chica delgada, con el pelo corto, se acerca a besarme mientras un chaval negro con grandes ojos me sienta en sus rodillas mientras canta algo que no entiendo. Me despierto sobresaltada. El hombre que vi en el parking me zarandea suavemente el brazo. Sin decir nada me señala el cenador. Hay una mesa dispuesta para mí. Me siento pero no dejo de mirar al hombre que se va con las manos a la espalda. Me horroriza esa actitud sumisa, me asquea. Como con la sensación de que todo aquí esta ralentizado. El sólo gesto de llevar el tenedor a la boca es lento, muy lento. Unas telas blancas ondean por el aire suave y tengo una sensación de ahogo, de presión en el pecho. Necesito salir de aquí, irme. Dejo el plato a la mitad. Al bajar las escaleras me tropiezo pero consigo no caerme. Ya dentro, en el pasillo oigo unas voces que vienen de una habitación con la luz encendida. La puerta está abierta. Parece que hay alguien más alojado en el motel. Me acerco. La alfombra en el suelo insonoriza mis pasos. No son otros clientes. Se distingue perfectamente la voz del hombre mayor pidiendo disculpas, diciendo a su interlocutor que entienda, que él tiene que intentarlo, que no puede hacer como si ella no estuviera aquí. Le interrumpe una voz grave, autoritaria: He dicho que cierres esta habitación, no tienes ningún derecho. Me asomo un poco para verles. El hombre del motel esta de frente y de espaldas un tipo rubio muy grande. De repente el rubio se da la vuelta y me ve. Antes de que pueda reaccionar y sin mediar palabra el rubio me coge por el brazo y me arrastra por el pasillo y escaleras abajo a mi habitación.

jueves, 2 de septiembre de 2010

IV

La parte de atrás está completamente cercada, sin embargo el parking es una explanada de arenisca. Me asomo discreta. La visión del terreno abierto me produce algo de vértigo. El cartel de neón está apagado. La vista se choca con una carretera vieja y espectacularmente recta a unos 300m. Me aventuro a salir de mi escondite. Doy un respingo al percatarme de la presencia de un tipo casi en el otro extremo. Permanece de espaldas, atareado. Está tapando lo que parece un coche destartalado con una lona de plástico azul. Me acerco despacio rozando con la mano la fachada del edificio. Paso la puerta principal y paro en seco, se ha dado la vuelta. Es un hombre mayor o bastante desmejorado. Lleva una gorra llena de polvo y tiene una barba parda que le da un aspecto algo siniestro. Me ha visto. Parece sorprendido. Se apresura a tapar del todo el coche. Coge la gorra manoseándola y comienza a titubear: Ah! Hola mm señorita, no sabía que hubiera salido de la habitación. ¿Necesita algo?. Le digo que no, que sólo estaba dando un paseo. Me dice que el señor le ha comentado que tengo algo de comer en la habitación que ocupo. Se rasca la cabeza, sonríe y continua diciendo que si yo quiero me pueden servir unas enchiladas caseras en el cenador de arriba, en la terraza, como antes. No acabo de entenderle. Pero le digo que sí, que subiré a ese cenador del que habla. Me voy en dirección a la puerta pero me doy la vuelta de inmediato y le pregunto si no habría un periódico o algo que leer. He dejado las revistas atrasadas en la piscina. En la habitación no hay televisión, ni radio y en recepción nada de prensa. Contesta: Oh! No, el señor dijo... Es decir hace mucho que no hay clientes, pero en el cuarto de la última planta están todos sus libros, quiero decir los libros, es decir que puede coger el que guste. Asiento con la cabeza. Me voy de allí con una sensación extraña. Antes de cerrar la puerta principal me fijo en el cielo. Hay muchas nubes, algunas parecen de tormenta. La luz blanca de bochorno lo cubre todo.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

III

Nada como vagar por los pasillos desiertos de un motel recién duchada. No parece haber nadie, al menos en esta planta. He cogido una botella de agua de la mesa baja, donde está la comida, tres sándwichs envueltos en plástico. Bajo las escaleras mal iluminadas, tres pisos. Huele a cerrado pero todo parece limpio. La recepción está desierta. Cojo unas revistas y me dirijo a la piscina. El día se ha nublado pero hace buena temperatura. Coloco una de las hamacas frente a la piscina y me siento. Miro a ambos lados. Tanta soledad abruma pero a la vez resulta reconfortante. Me gusta el color de las cosas cuando está nublado, todos los colores saturados. Nunca tengo la cámara cerca cuando la necesito, aunque ahora que lo pienso ni siquiera sé si tengo cámara. Ojeo la primera de las revistas, el papel parece viejo. Miro la fecha de publicación, es de hace cinco años. Miro el resto de las revistas, todas son de la misma fecha. ¿Cómo puede ser que no renueven la prensa? El lugar no parece abandonado. Cierro por un rato los ojos. Cuando lo hago una imagen viene de pronto a mi mente. En ella estoy sentada en lo alto de una tapia, un perro lame mis pies descalzos. Alguien dice: Mira, mira que lejos va a llegar esta vez. Cuando miro veo una especie de proyectil en el aire que va a caer en medio de un gran lago. Abro los ojos y quito el precinto de la botella de agua. Pego un buen sorbo. Será mejor que me refresque y coma algo si no quiero quedarme dormida. Algunas de las imágenes parecen tan reales. Mejor voy a dar un paseo. Bordeo la piscina, la cerca vegetal es tan alta y tupida que no se ve nada al otro lado. Descubro un callejón entre los setos y el edificio principal. Es bastante estrecho. Lo recorro pegada a la pared. Hay nubes de mosquitos por doquier y odio los bichos. El callejón va a dar al parking. Un cartel de neón reza: Blue Clouds.

II


Se ha cerrado la puerta principal. Abro lentamente los ojos aunque estoy segura de no encontrar a nadie. El portazo ha sido contundente. Debe estar algo molesto. Ha dado un par de golpes a los bultos del fondo y ha cogido algo soltando un gruñido. Esa asquerosa colonia de hombre lo impregna todo. Tengo ganas de vomitar. Recorro la habitación de puntillas. Todo parece desteñido. La ventana da a una piscina donde las tumbonas aguardan la presencia de cualquier otro tiempo que no sea este. Los bultos del fondo resultan ser cajas de cartón. Una está llena de paraguas, la segunda parece estar llena de ropas o disfraces y en la tercera todo un laboratorio farmacéutico. Al lado de las cajas una bolsa de deporte cerrada con un pequeño candado y un poco más allá una maleta vieja, de piel roja, raída. Miro dentro y descubro muy bien dobladas prendas de algodón blanco y vaqueros. Esta debe ser mi maleta. Me dirijo al baño. No hay espejo. En su lugar una nota que dice: Tienes comida en la mesa baja que hay junto a las cajas. Volveré tarde. Si te duele la cabeza no te tomes ningún analgésico, tienes un cóctel preparado en la repisa de cristal junto a la bañera, eso debe ser suficiente. Me acerco a la bañera y veo un pequeño vaso de plástico con tres pequeñas píldoras. La bañera está llena de agua limpia y tibia. Oigo un ruido casi imperceptible, proviene del mueble destartalado que está bajo el lavabo. Me agacho y abro una de sus puertas, no hay nada, en la contigua hay un bulto de toallas que parece esconder algo. Cojo el bulto con cuidado, lo desenvuelvo, no puedo soportar la visión. Comienzan a arderme las sienes. Tiro con fuerza el pequeño objeto escondido a la bañera. El agua me salpica pero no puedo dejar que siga con su martirizante sonidito. Lo ahogo.

I


El sobre de Espidifen abierto en la mesilla. No sé dónde estoy. El dolor de cabeza debe haberme durado tanto o más que la vez anterior. La última vez que me sucedió esto juré que me acordaría de todo lo que hiciese, que inventaría un sistema para hacerlo. Como en aquella película, pero menos doloroso, sin agujas. Me siento al borde de la cama completamente embotada. Mis pies descalzos tocan la moqueta. El vaso de agua que hay junto al medicamento tiene burbujitas, como si hubiera pasado toda la noche a la intemperie. Seguramente eché toda la solución en la boca esperando que la saliva hiciera el resto, de ahí el mal aliento. En el baño una luz de tungsteno alumbra renqueante bajo la puerta. En la habitación sólo se ve gracias a los haces que entran por las pocas rendijas abiertas de la persiana echada y todo el polvo volando. Parece que estoy en la habitación de un motel, aunque quizá sea sólo una pensión barata, pero no se oye ruido en el exterior, ni un alma, ni un coche. Alguien está en el baño. El ruido del grifo ha hecho que todo mi cuerpo se tense y que los dedos de los pies se hundan en la moqueta como cuchillas. Odio esa sensación, así que alzo las piernas como un resorte y permanezco muy quieta en la cama. Escucho. El grifo sigue abierto aunque no parece haber evidencias de nada más. Intento recordar. Recuerda, maldita, recuerda, me digo. Miro atenta al fondo de la habitación donde parece haber unos bultos grandes no demasiado definidos. Llegan a mi mente algunas imágenes. En una aparezco riendo desencajada, un ventilador metálico apunta a mi cara y todo el pelo es un alboroto. Cerca hay una pila de botellines de cerveza negra vacíos y una boa en un terrario. El ruido del grifo ha cesado y la manecilla de la puerta del baño parece moverse. No sé si tengo fuerzas suficientes para esconderme así que prefiero hacerme la dormida.