miércoles, 1 de septiembre de 2010

I


El sobre de Espidifen abierto en la mesilla. No sé dónde estoy. El dolor de cabeza debe haberme durado tanto o más que la vez anterior. La última vez que me sucedió esto juré que me acordaría de todo lo que hiciese, que inventaría un sistema para hacerlo. Como en aquella película, pero menos doloroso, sin agujas. Me siento al borde de la cama completamente embotada. Mis pies descalzos tocan la moqueta. El vaso de agua que hay junto al medicamento tiene burbujitas, como si hubiera pasado toda la noche a la intemperie. Seguramente eché toda la solución en la boca esperando que la saliva hiciera el resto, de ahí el mal aliento. En el baño una luz de tungsteno alumbra renqueante bajo la puerta. En la habitación sólo se ve gracias a los haces que entran por las pocas rendijas abiertas de la persiana echada y todo el polvo volando. Parece que estoy en la habitación de un motel, aunque quizá sea sólo una pensión barata, pero no se oye ruido en el exterior, ni un alma, ni un coche. Alguien está en el baño. El ruido del grifo ha hecho que todo mi cuerpo se tense y que los dedos de los pies se hundan en la moqueta como cuchillas. Odio esa sensación, así que alzo las piernas como un resorte y permanezco muy quieta en la cama. Escucho. El grifo sigue abierto aunque no parece haber evidencias de nada más. Intento recordar. Recuerda, maldita, recuerda, me digo. Miro atenta al fondo de la habitación donde parece haber unos bultos grandes no demasiado definidos. Llegan a mi mente algunas imágenes. En una aparezco riendo desencajada, un ventilador metálico apunta a mi cara y todo el pelo es un alboroto. Cerca hay una pila de botellines de cerveza negra vacíos y una boa en un terrario. El ruido del grifo ha cesado y la manecilla de la puerta del baño parece moverse. No sé si tengo fuerzas suficientes para esconderme así que prefiero hacerme la dormida.

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